Pedro Sánchez, el encantador portavoz de la verdad democrática, propone arrancar de raíz el anonimato en redes sociales. ¿Por qué? Porque, según él, es una amenaza para esa delicada flor llamada democracia. La narrativa es clara: las palabras afiladas de gente sin rostro en internet hacen temblar los cimientos de su castillo de cristal.
El argumento suena noble, pero vamos a desnudarlo. Hablar de eliminar el anonimato en un mundo donde las grandes corporaciones ya manejan tus datos como cromos intercambiables, suena menos a protección y más a control. Sánchez no quiere protegerte de trolls, bots o conspiranoicos. Quiere tu nombre, tu cara, tu huella. Quiere la rendición total.
El anonimato es una de las últimas trincheras de libertad en esta distopía digital. Es incómodo, sí. Da lugar a caos y exceso. Pero también es la máscara que le permite al oprimido gritar contra el opresor sin represalias. ¿Qué queda cuando le arrancas esa máscara? Un ejército de perfiles dóciles, alineados, dispuestos a aplaudir todo discurso oficial sin miedo a que una palabra incorrecta les cueste el empleo o algo peor.
Esto no se trata de democracia. Esto se trata de vigilar y castigar. La ironía es deliciosa: en nombre de salvar la democracia, quieren castrar el único lugar donde aún sobrevive algo de ella.
La verdadera amenaza no es el anonimato, sino quienes quieren exterminarlo.
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